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El gentío asistente
era inmenso: masas humanas agolpadas frente a las taquillas, colas
de decenas de metros para formalizar los boletos de apuestas, y las
gradas y la zona cercana a la pista llenas a rebosar de público
ansioso y vociferante. Los privilegiados que ocupaban los palcos
reservados, en cambio, flotaban en una dimensión distinta: sin
agobios ni griterío, sentados en sillas auténticas y no sobre
peldaños de cemento, y atendidos por camareros de chaquetilla
impoluta dispuestos a servirles con diligencia.
En cuanto accedimos
al palco, sentí en mi interior algo parecido al mordisco de una
tenaza de hierro. Apenas necesité un par de segundos para percibir
el alcance del despropósito al que me enfrentaba: allí no había más
que un minúsculo grupo de españoles mezclados con un denso número
de ingleses, hombres y mujeres que, copa en mano y armados de
binoculares, fumaban, bebían y charlaban en su lengua a la espera
del galope de los equinos. Y para que no quedara duda de su causa y
procedencia, los cobijaba una gran bandera británica amarrada en
plano sobre la barandilla.
Quise que la tierra
me tragara, pero todavía no era el momento: mi capacidad para el
estupor aún no había tocado fondo. Para ello, sólo necesité
adentrarme unos pasos y dirigir la mirada hacia la izquierda. En el
palco vecino, prácticamente vacío aún, ondeaban tres estandartes
verticales mecidos por el viento: sobre el fondo rojo de cada uno
de ellos destacaba un círculo blanco con la esvástica negra en el
centro. El palco de los alemanes, separado del nuestro por una
pequeña valla que apenas superaba el metro de altura, esperaba la
llegada de sus ocupantes. Por el momento tan sólo había en él un
par de soldados custodiando el acceso y unos cuantos camareros
organizando el avituallamiento pero, a la vista de la hora y de la
premura con la que procedían con los preparativos, no me cupo duda
de que los asistentes esperados tardarían muy poco en llegar.
Antes de serenarme lo
suficiente como para poder reaccionar y decidir la manera más
rápida de desaparecer de aquella pesadilla, Gonzalo se encargó de
aclararme al oído quiénes eran todos aquellos súbditos de su
graciosa majestad.
-He olvidado decirte
que íbamos a reunimos con unos viejos amigos a los que hace tiempo
que no veo. Son ingenieros ingleses de las minas de Río Tinto, han
venido con algunos compatriotas suyos de Gibraltar e imagino que
también se acercará gente de la embajada. Están todos entusiasmados
con la reapertura del hipódromo; ya sabes que son unos grandes
apasionados de los caballos.
Ni lo sabía, ni me
interesaba: en aquel momento tenía otras urgencias por encima de
las aficiones de aquellos individuos. Por ejemplo, huir de ellos
como de la peste. La frase de Hillgarth en la Legación Americana de
Tánger aún me resonaba en los oídos: cero contacto con los
ingleses. Y menos aún -le faltó decir- delante de las narices de
los alemanes. En cuanto los amigos de mi padre se percataron de
nuestra llegada, comenzaron los afectuosos saludos a Gonzalo
old boy y a su joven e inesperada
acompañante. Los devolví con palabras parcas, intentando camuflar
los nervios tras una sonrisa tan débil como falsa a la vez que
sopesaba disimuladamente el alcance de mi riesgo. Y así, mientras
respondía a las manos que los rostros anónimos me tendieron, barrí
con los ojos el entorno buscando algún resquicio por el que
volatilizarme sin poner a mi padre en evidencia. Pero no lo tenía
fácil. Nada fácil. A la izquierda estaba la tribuna de los alemanes
con sus ostentosas insignias; la de la derecha la ocupaban un
puñado de individuos con barrigas generosas y gruesos anillos de
oro que fumaban puros grandes como torpedos en compañía de mujeres
de pelo oxigenado y labios rojos como amapolas para las que yo
jamás habría cosido ni un pañuelo en mi taller. Aparté la mirada de
todos ellos: los estraperlistas y sus despampanantes queridas no me
interesaban lo más mínimo.
Bloqueada por
izquierda y derecha, y con una barandilla al frente volada sobre el
vacío, tan sólo me quedaba la solución de escapar por donde
habíamos venido, aunque sabía que aquello era toda una temeridad.
Existía una única vía de acceso para alcanzar aquellos palcos, lo
había comprobado al llegar: una especie de pasillo enladrillado de
apenas tres metros de anchura. Si decidía retroceder por él,
correría el riesgo muy probable de encontrarme con los alemanes de
cara. Y entre ellos, sin duda, me toparía con lo que más me
asustaba: clientas germanas cuyas bocas incautas a menudo dejaban
caer sabrosos pedazos de información que yo recogía con la más
desleal de las sonrisas y trasladaba después al Servicio Secreto
del país enemigo; señoras a las que debería detenerme a saludar y
que, sin duda alguna, se preguntarían suspicaces qué hacía su
couturier marroquí huyendo como alma que
lleva el diablo de un palco abarrotado de ingleses.
Sin saber qué hacer,
dejé a Gonzalo repartiendo aún saludos y me senté en el ángulo más
protegido de la tribuna con los hombros encogidos, las solapas de
la chaqueta subidas y la cabeza medio agachada, intentando
-ilusamente- pasar desapercibida en un espacio diáfano donde de
sobra sabía que era imposible esconderse.
-¿Te encuentras bien?
Estás pálida -dijo mi padre mientras me tendía una copa de cup de
frutas.
-Creo que estoy un
poco mareada, se me pasará pronto -mentí.
Si en la gama de los
colores existiera alguno más oscuro que el negro, mi ánimo habría
estado a punto de rozarlo tan pronto como el palco alemán comenzó a
agitarse con un mayor movimiento. Vi de reojo cómo entraban más
soldados; tras ellos llegó un robusto superior dando órdenes,
señalando aquí y allá, lanzando ojeadas cargadas de desprecio hacia
el palco de los ingleses. Los siguieron varios oficiales con botas
brillantes, gorras de plato y la inevitable esvástica en el brazo.
Ni se dignaron a mirar en nuestra dirección: se mantuvieron
simplemente altivos y distantes, manifestando con su actitud
envarada un evidente desdén hacia los ocupantes de la tribuna
vecina. Unos cuantos individuos vestidos de calle llegaron después,
noté con un escalofrío que alguno de aquellos rostros me resultaba
familiar. Probablemente todos ellos, militares y civiles, estaban
enlazando aquel evento con otro previo, de ahí que hicieran su
aparición prácticamente a la vez, con grupos formados y el tiempo
justo para ver la primera carrera. De momento sólo había hombres:
mucho me equivocaría si sus esposas no los seguían de
inmediato.
El ambiente se
animaba por segundos en medida proporcional al incremento de mi
angustia: el grupo de británicos se había nutrido, los prismáticos
pasaban de mano en mano y las conversaciones trataban con la misma
familiaridad del turf, el paddock y
los jockeys que de la invasión de Yugoslavia, los atroces
bombardeos sobre Londres o el último discurso de Churchill en la
radio. Y justo entonces le vi. Le vi y él me vio. Y de pronto sentí
que me faltaba el aliento. El capitán Alan Hillgarth acababa de
entrar en el palco con una elegante mujer rubia del brazo: su
esposa, probablemente. Posó en mí los ojos apenas unas décimas de
segundo y después, conteniendo un minúsculo gesto de alarma y
desconcierto que sólo yo aprecié, dirigió una mirada veloz hacia el
palco alemán al que seguía llegando un goteo incesante de
personas.
Le esquivé
levantándome para evitar tenerle que mirar de frente, estaba
convencida de que aquello era el final, de que ya no había manera
humana de escapar de esa ratonera. No podría haber previsto un
desenlace más patético para mi breve carrera de colaboradora de la
inteligencia británica: estaba a punto de ser descubierta en
público, delante de mis clientas, de mi superior y de mi propio
padre. Me agarré a la barandilla apretando los dedos y deseé con
todas mis fuerzas que aquel día nunca hubiera llegado: no haber
salido nunca de Marruecos, no haber aceptado jamás aquella
disparatada propuesta que había hecho de mí una conspiradora
imprudente y cargada de torpeza. Sonó el pistoletazo de la primera
carrera, los caballos comenzaron su galope febril y los gritos
entusiastas del público rasgaron el aire. Mi mirada se mantenía
supuestamente concentrada en la pista, pero mis pensamientos
trotaban ajenos a los cascos de los caballos. Intuí que las
alemanas deberían estar ya llenando su palco y presentí la desazón
de Hillgarth al intentar encontrar la manera de abordar el
inminente descalabro al que nos enfrentábamos. Y entonces, como un
fogonazo, la solución se me presentó delante de los ojos al
percibir a un par de camilleros de la Cruz Roja apostados con
indolencia contra un muro a la espera de algún percance. Si no
podía salir por mí misma de aquel palco envenenado, alguien tendría
que sacarme de allí.
La justificación
podría haber sido la emoción del momento o el cansancio acumulado a
lo largo de los meses, tal vez los nervios o la tensión. Nada de
eso fue la causa verdadera, sin embargo. Lo único que me llevó a
aquella inesperada reacción fue el mero instinto de supervivencia.
Elegí el lugar apropiado: el flanco derecho de la tribuna, el más
alejado de los alemanes. Y calculé el momento justo: apenas unos
segundos después de terminar la primera carrera, cuando la
algarabía reinaba por todas partes y los gritos entusiastas se
mezclaban con expresiones sonoras de desencanto. En ese instante
exacto, me dejé caer. Con un movimiento premeditado, giré la cabeza
e hice que el pelo acabara cubriéndome la cara una vez en el suelo,
por si alguna mirada curiosa del palco contiguo consiguiera colarse
entre los pares de piernas que inmediatamente me rodearon. Quedé
inmóvil, con los ojos cerrados y el cuerpo lánguido; el oído, en
cambio, lo mantuve atento, absorbiendo todas y cada una de las
voces que a mi alrededor sonaron. Desmayo, aire, Gonzalo, rápido,
pulso, agua, más aire, rápido, rápido, ya vienen, botiquín, y otras
tantas palabras en inglés que no entendí. Los camilleros tardaron
en llegar apenas un par de minutos. Me trasladaron del suelo a la
lona y me cubrieron con una manta hasta el cuello. Un, dos, tres,
arriba, noté cómo me alzaban.
-Le acompaño -oí
decir a Hillgarth-. Si es necesario, podemos llamar al médico de la
embajada.
-Gracias, Alan
-respondió mi padre-. No creo que sea nada importante, un simple
desvanecimiento. Vamos a la enfermería; después, ya veremos.
Los camilleros
avanzaban con prisa por el túnel de acceso llevándome en vilo;
detrás, forzando el paso, nos seguían mi padre, Alan Hillgarth y un
par de ingleses a los que no logré identificar, compañeros o
lugartenientes del agregado naval. Aunque me ocupé de nuevo de que
el pelo me tapara la cara al menos parcialmente una vez en la
camilla, antes de que me sacaran del palco reconocí la mano firme
de Hillgarth subiéndome la manta hasta la frente. No pude ver nada
más, pero sí oír con nitidez todo lo que a continuación pasó.
En los metros
iniciales del pasillo de salida no nos cruzamos con nadie, pero
hacia la mitad del recorrido la situación cambió. Y con ello se
confirmaron mis más oscuros presagios. Primero oí más pasos y voces
de hombre que hablaban con prisa en alemán. Schnell, schnell, die haben bereits begonnen.
Andaban en sentido contrario al nuestro, casi corrían. Por la
firmeza de las pisadas, intuí que serían militares; la seguridad y
contundencia del tono de sus palabras me hicieron suponer que se
trataba de oficiales. Imaginé que la visión del agregado naval
enemigo escoltando una camilla con un cuerpo cubierto por una manta
tal vez generaría en ellos una cierta alarma, pero no se
detuvieron; tan sólo cruzaron unos ásperos saludos y continuaron
enérgicos su camino hacia el palco contiguo al que nosotros acabábamos de abandonar. Los taconeos y las
voces femeninas llegaron a mis oídos tan sólo unos segundos
después. Las oí acercarse con paso firme también, rotundas y
avasalladoras. Cohibidos ante tal despliegue de determinación, los
camilleros se hicieron a un lado deteniéndose unos instantes para
dejarlas pasar; casi nos rozaron. Contuve la respiración y noté el
corazón bombear con fuerza; las oí alejarse después. No reconocí
ninguna voz concreta ni pude precisar cuántas serían, pero calculé
que al menos media docena. Seis alemanas, tal vez siete, tal vez
más; posiblemente varias de ellas fueran clientas mías: de las que
elegían las telas más caras y lo mismo me pagaban con billetes que
con noticias recién horneadas.
Simulé que recobraba
la conciencia unos minutos más tarde, cuando los ruidos y las voces
se habían amortiguado y supuse que por fin estábamos en terreno
seguro. Dije unas palabras, los tranquilicé. Llegamos entonces a la
enfermería; Hillgarth y mi padre despacharon a los acompañantes
ingleses y a los camilleros: a los primeros los despidió el
agregado naval con unas breves órdenes en su lengua; a los segundos
Gonzalo con una propina generosa y un paquete de cigarrillos.
-Ya me encargo yo,
Alan, gracias -dijo mi padre finalmente cuando nos quedamos a solas
los tres. Me tomó el pulso y confirmó que estaba medianamente en
condiciones-. No creo que haga falta llamar a un médico. Voy a
intentar acercar el coche hasta aquí: me la llevo a casa.
Noté a Hillgarth
dudar unos segundos.
-De acuerdo -dijo
entonces-. Me quedaré acompañándola mientras regresa.
No me moví hasta que
calculé que mi padre estaba ya lo suficientemente lejos como para
que mi reacción no le resultara sorprendente. Sólo entonces me armé
de valor, me puse en pie y le di la cara.
-Se encuentra bien,
¿verdad? -preguntó mirándome con severidad.
Podría haberle dicho
que no, que aún estaba débil y desorientada; podría haber fingido
que todavía no me había recuperado de los efectos del supuesto
desmayo. Pero sabía que no iba a creerme. Y con razón.
-Perfectamente
-respondí.
-¿Sabe él algo?
-preguntó entonces refiriéndose a mi padre y su conocimiento acerca
de mi colaboración con los ingleses.
-Nada en
absoluto.
-Manténgalo así. Y no
se le ocurra dejarse ver con el rostro descubierto al salir
-ordenó-. Túmbese en el asiento trasero del automóvil y permanezca
tapada en todo momento. Cuando lleguen a casa, asegúrese de que
nadie los ha seguido.
-Descuide. ¿Algo
más?
-Venga a verme
mañana. En el mismo sitio y a la misma hora.